DE FÁTIMA Y YO

Encontré a Fátima en un mercadillo de trastos viejos de Valencia. Detrás del campo de Mestalla, todos los domingos, vendedores ambulantes y buscavidas despliegan mantas, abren cajas y sacan a la calle todo lo que a ellos no les sirve. En realidad la mayoría son cosas que no le servirían a nadie, pero cuando yo vivía allí, nunca faltaba una marabunta de buscadores de tesoros o peatones aburridos que, como yo, se paseaban cada domingo por allí en busca de cualquier cosa con la sábanas todavía marcadas en la cara.

A lo que iba. Allí encontré a Fátima. Fátima es una pulsera. Tiendo a ponerle nombre a los objetos para no confundirlos y darles la importancia que tienen, que es mucha. Estaba dentro de una vitrina vieja de cristales sucios junto con otras dos iguales pero de diferente color. Fátima es granate. Las otras dos eran azules. Compré las tres a muy buen precio, una para mí y las otras para dos amigas y, cuando ya las tenía en casa, me di cuenta de que de Fátima colgaba una pequeña mano metálica.

Al poco averigüé que era una “mano de Fátima” –de ahí su nombre-, un símbolo en forma de mano que se utiliza tradicionalmente en el Mundo Árabe como talismán para protegerse de la desgracia en general.

Un día Fátima se rompió y, cuando mi padre fue a arreglarla, ya no estaba rota. Alguien que ya no está me dijo que eso era porque había pertenecido a alguien muy importante y que me daría suerte. Le creí a medias.

Hacía dos años que no la tenía y el otro día, desesperada, me la puse. Necesitaba creer que podían cambiar las cosas. Y las cosas han empezado a cambiar. Ahora la llevo puesta. ¿Suerte? ¿Casualidad? ¿Azar? Seguro que un poco de todo. Pero creo que todos necesitamos creer en algo.