LA ESPERA



Muchas mañanas se sienta en el mismo banco. Sobre todo si hace sol. 
Se coloca en la esquina, al lado de un gran vacío. Y espera.

Siempre el mismo gesto. Erguida, dispuesta. Pies juntos, bolso en mano y cabeza moviéndose hacia los lados.

Oscila.

Ronda los 80 y viste flores y diadema. Melena blanca. Zapatos blancos. Mirada negra. Oscura, profunda, que ahoga y que asusta. Cuello arrugado con mil cadenitas de oro repletas de medallas. Todas juntas y mezcladas. Toda la riqueza acumulada en todo su tiempo.

Está dispuesta a levantarse en cuanto llegue alguien que no llegará.

Y pasas por delante y levanta la cabeza. Y te mira y te das cuenta de que sabe muy bien que espera algo que ya no existe.

Y te pones triste porque sabes que esa espera que le da la vida no es otra cosa que la espera misma de la muerte.

DE ESPALDAS



Vivimos de espaldas. A los otros, a la vida, a nuestra propia esencia.
Compartimos el mundo pero lo hemos subdividido en millones de mundos pequeños, estrechos, prácticamente inhabitables. Nos hacemos los ciegos, los mudos y los sordos. Nada nos importa y nada nos afecta. Hemos perdido la perspectiva, y ya poco podemos hacer.

Muchos no tienen ni idea de qué es lo que hacen aquí. 
Tampoco se lo plantean.
No sirven para nada. No aportan nada.

Sombras de personas que nacen, se reproducen y mueren. Solo cuerpos que se transforman con el tiempo. Carne y huesos. Ni sienten, ni padecen. Indiferentes, vacíos, huecos.

EN LA PLAZA



Algunas tardes bajamos a la plaza. Cuando el sol empieza a esconderse. Es el mejor momento.  Todo el mundo lo sabe.

Las sombras se alargan interminables sobre los adoquines. Si hiciéramos una foto y elimináramos a todas las personas, solo quedarían sombras estrechas haciendo aguas, moviéndose como si estuvieran en una pecera caliente de piedra gris. Y sobre ellas, decenas –o cientos, o miles, o cientos de miles- de pájaros cantarían histéricos como lo hacen todas las tardes, como si se acabara el mundo. Aunque solo se acaba el día, nada más.

La luz se pelearía por colarse entre cualquier grieta y lo lograría, al fin, haciéndose un hueco entre los edificios rojos repletos de ventanas vacías.

Ayer bajamos con las princesas. Ella siempre lleva algún juguete a los escalones del centro de la plaza. Siempre está soñando. Siempre quiere estar ahí, acompañada de las sombras y de los rayos testarudos, del escándalo de los trinos.

Y ayer junto a los trinos una marea de gente gritaba pidiendo casa y trabajo. Llevaban flores y pancartas y gritaban y gritaban y gritaban. Tanto gritaban que los pájaros se callaron y los rayos les iluminaron. Solo las sombras de la plaza permanecieron flotando en su pecera, indiferentes, quietas, ajenas.

MALEN



Hoy he recibido un mensaje precioso. Una chica me ha escrito para darme las gracias porque se siente acompañada cuando me lee. Dice que siente la necesidad de hacerlo cuando tiene un ratito y lo mejor de todo es que me lee mientras le da el pecho a su pequeña. Me he emocionado.

Desde aquí las gracias vuelan hoy hacia ella, no por leerme, sino por hacerlo como lo hace.  

Porque la forma de hacer las cosas es más importante que las cosas en sí mismas.

Por tomarse la molestia de decírmelo de una manera tan natural, tan limpia, tan de verdad.

Porque me encanta formar parte de un momento tan íntimo como amamantar a un bebé, especialmente si es de madrugada.

Y sobretodo porque los que escribimos, en el fondo, también lo hacemos para sentirnos acompañados. Y si me lees, me acompañas.