Muchas mañanas se sienta en el mismo banco. Sobre todo si
hace sol.
Se coloca en la esquina, al lado de un gran vacío. Y espera.
Siempre el mismo gesto. Erguida, dispuesta. Pies juntos,
bolso en mano y cabeza moviéndose hacia los lados.
Oscila.
Ronda los 80 y viste flores y diadema. Melena blanca.
Zapatos blancos. Mirada negra. Oscura, profunda, que ahoga y que asusta. Cuello
arrugado con mil cadenitas de oro repletas de medallas. Todas juntas y
mezcladas. Toda la riqueza acumulada en todo su tiempo.
Está dispuesta a levantarse en cuanto llegue alguien que no
llegará.
Y pasas por delante y levanta la cabeza. Y te mira y te das
cuenta de que sabe muy bien que espera algo que ya no existe.
Y te pones triste porque sabes que esa espera que le da la
vida no es otra cosa que la espera misma de la muerte.