MI PORTERO AUTOMÁTICO

Llego a Madrid y lo primero que me encuentro en el piso en el que voy a vivir es que el portero automático está conectado con la tele. O sea, que si pongo la 1 no me sale Televisión Española sino la puerta de mi casa, en blanco y negro, a tiempo real. Ahora mismo la tengo puesta. ¿Qué por qué? No sé pero no puedo dejar de girarme y mirar quién pasa.

Puedo decir que, ahora mismo, es el mejor canal que hay en mi tele. La vida real en pantalla. Una manera legal de espiar a todo el que pase por mi calle. Mejor que Gran Hermano y que cualquier reality show de baratija.

El otro día, haciendo zapping, al final me quedé en la 1, en mi 1. Tantos anuncios, series cutres y programas chabacanos no tienen nada que hacer con el atractivo que supone observar la vida misma en una pantalla de 29 pulgadas. Un hombre mayor, pasaba, paseando a su perro. Era tarde ya. Y el muy guarro, se puso a orinar en la rueda de una furgoneta que había aparcada delante. El muy iluso pensó que, en la oscuridad de una calle poco transitada solo su perro observaba como satisfacía sus necesidades más básicas. Pero ahí estaba mi portero automático, silencioso, certero.

Estuve a punto de salir al balcón y decirle algo, pero entonces se pensaría que le estaba espiando, que más o menos era lo que estaba haciendo.

En fin, que estoy muy contenta con mi nuevo canal. Ayer una vecinas hablaban en la puerta. Hubiera dado la vida por saber qué decían... pero solo puedo limitarme a observare imaginar, que no es poco. ¡Ay si hubiera micrófono! Entonces ya me quedaría totalmente enganchada.

LA CASA DE ARRIBA

En la casa de arriba el polvo se comía los muebles. La humedad arrasaba las paredes oscuras, sucias, gastadas. Las ventanas tenían que estar abiertas para poder respirar y dejar entrar la luz. Los cristales, picados por el tiempo, eran anchos como muros. La madera de los muebles había sido carcomida por un ejército de chinches. Colchones de espuma, cuadros ennegrecidos, libros y revistas marcados por los años. Olor a viejo, frío que se colaba por la ropa.

La casa de arriba era de la señora María. Las malas lenguas del barrio decían que se dedicaba a robar los bolsos a las vecinas. Un día murió, atropellada. Seguramente volvía corriendo con algún bolso nuevo. Como no tenía familia nadie pudo vaciar su casa, que se quedó tal y como ella la dejó. Además de abierta.

La casa de arriba se convirtió en el paraíso de cuatro niñas. Tania, Elena, Laura y Marta. Allí jugaban a ser mayores. Calzadas con viejos zapatos de tacón y con enormes bolsos colgando de sus escuálidos hombros, se paseaban por el pasillo con sus cochecitos imaginando que se encontraban en un parque o en el mercado. Allí dentro se peleaban, se montaban sus vidas imaginarias. Eran mamás de muñecos calvos con pañales de verdad. Les hacían la comida, se hacía de día y de noche a su antojo y las horas pasaban rápido.

La casa de arriba era el futuro soñado, el presente de ahora, con cunas, bebés, baños y papillas. La oscuridad se llenaba de vida y sonrisas, de ruido y carcajada. De sueños, de polos y pupas en las rodillas. Lo tétrico era fascinante, la muerte era vida. El futuro, presente. Y la niñez, solo un juego.

DE FÁTIMA Y YO

Encontré a Fátima en un mercadillo de trastos viejos de Valencia. Detrás del campo de Mestalla, todos los domingos, vendedores ambulantes y buscavidas despliegan mantas, abren cajas y sacan a la calle todo lo que a ellos no les sirve. En realidad la mayoría son cosas que no le servirían a nadie, pero cuando yo vivía allí, nunca faltaba una marabunta de buscadores de tesoros o peatones aburridos que, como yo, se paseaban cada domingo por allí en busca de cualquier cosa con la sábanas todavía marcadas en la cara.

A lo que iba. Allí encontré a Fátima. Fátima es una pulsera. Tiendo a ponerle nombre a los objetos para no confundirlos y darles la importancia que tienen, que es mucha. Estaba dentro de una vitrina vieja de cristales sucios junto con otras dos iguales pero de diferente color. Fátima es granate. Las otras dos eran azules. Compré las tres a muy buen precio, una para mí y las otras para dos amigas y, cuando ya las tenía en casa, me di cuenta de que de Fátima colgaba una pequeña mano metálica.

Al poco averigüé que era una “mano de Fátima” –de ahí su nombre-, un símbolo en forma de mano que se utiliza tradicionalmente en el Mundo Árabe como talismán para protegerse de la desgracia en general.

Un día Fátima se rompió y, cuando mi padre fue a arreglarla, ya no estaba rota. Alguien que ya no está me dijo que eso era porque había pertenecido a alguien muy importante y que me daría suerte. Le creí a medias.

Hacía dos años que no la tenía y el otro día, desesperada, me la puse. Necesitaba creer que podían cambiar las cosas. Y las cosas han empezado a cambiar. Ahora la llevo puesta. ¿Suerte? ¿Casualidad? ¿Azar? Seguro que un poco de todo. Pero creo que todos necesitamos creer en algo.

ESTÁ ESCRITO

Ayer salí del cine con el corazón encogido. Lo provocó una historia dentro de otra historia- la vida de Milagros en la película Una palabra tuya – y una imagen que tardará en irse de mi cabeza y que me afectó especialmente por tener en mi vida un bebé de pocos meses.

Milagros no es la protagonista, pero como si lo fuera. Es una persona alegre, vital, cómica. Va de un lado a otro sin pensar en nada, ni en el futuro más lejano ni en el del día siguiente. Le da igual, vive el momento y se come el tiempo a bocados porque se le escapa. Eso es al menos lo que se ve por fuera. Porque por dentro se muere de miedo y poco a poco es devorada por una soledad que invade todo su espacio. En palabras de la directora –Ángeles González Sinde-, la trayectoria vital de Milagros camina hacia la nada más cruel.

Hay personas que nacen con la suerte de cara. Y otras acumulan en sus biografías hechos tan dolorosos que tumbarían de golpe al más fuerte. Esas personas van aguantando y la vida les va dando golpe tras golpe donde más duele, cada uno más fuerte que el anterior. Hasta que ya no pueden más. Acaban cayendo porque nacieron con el destino marcado en la frente. Y entonces se van por donde habían venido. Al polvo, a la oscuridad.

¿LA ELEGANCIA DEL ERIZO?

Me llamó la atención el título. ¿Cuál es la elegancia del erizo? ¿Un ser que parece estar más muerto que vivo? A lo mejor en eso. No lo sé, pero la protagonista del libro, una niña superdotada que en la portada aparece con mariposas revoloteando por su cabeza, dice que son animales de un refinamiento sencillo, solitarios, elegantes y falsamente indolentes. Y los compara con la portera de su edificio, la otra protagonista, una mujer que se define a sí misma como viuda, bajita, fea, rechoncha, con callos en los pies y un aliento que tumba de espaldas, pero amante del arte más exquisito por encima de todo.

¡Me gusta este libro! La niña se quiere suicidar, se ha puesto una fecha. Dice que la vida es una farsa y que no podrá resistirla hasta el final. “Estamos programados para creer en lo que no existe, porque somos seres vivos que no quieren sufrir”. Puede parecer trágico pero ya han sido varias las veces que me he reído sola mientras lo leía. Se mofa continuamente de sus padres y su hermana, tres seres que viven para fingir una posición y una inteligencia que no poseen, como tantos hoy en día si observamos un poquito a nuestro alrededor (o incluso como nosotros mismos si nos miramos por dentro).

Total, que la niña y la portera se hacen amigas y juntas, se esconden de todos esos vecinos quieroynopuedo de su edificio capaces de gastarse 100 euros en un tanga y 500 en un jarrón.

Se ve que en Francia el libro ha sido un exitazo y es posible que pronto lo adapten al cine. Si es así, seré la primera en ir a verla, aunque dudo que una pantalla, por muy grande que sea, pueda concentrar toda la ironía, sentido del humor e inteligencia que Muriel Barbery ha desparramado en cada página. Sobra decir que os lo recomiendo.

HORAS MUERTAS, POEMAS Y UNA GUITARRA

Diciembre nació detrás de la puerta azul de una casa donde los maullidos de los gatos parecen lamentos de bebé y donde el viento parece que hable. Allí, en un rincón, había una guitarra que nadie tocaba. Y en un cajón se amontonaban decenas de poemas. Sobre la cama Elena escribía porque necesitaba hacerlo y, tras la tinta, se le iba la ansiedad y una angustia recién nacida. Un día, mientras escribía, la guitarra se cayó de su rincón y ella entendió que alguien tenía que tocarla.

Ella no sabía hacerlo pero Tònia, una amiga que también vivía tras la puerta azul le enseñó algunos acordes. Con eso vistió de música su primera canción, “Júlia”, y las dos quedaron tan satisfechas que le pusieron melodía a muchos de sus poemas. En las reuniones nocturnas de amigas las dos ofrecían conciertos en directo. Se pusieron un nombre artístico, Avalon – el país donde viven las hadas -, pero pronto aquellos conciertos a dúo se convirtieron en recitales de Elena. Tònia callaba y la dejaba sola. Prefería escucharla que acompañarla y maquillar su voz.

Todas le pedían que cantara, todas cantaban y cantan sus canciones cuando ella coge la guitarra. Todas se emocionan cuando escuchan esa vocecita que parece salida de Avalon. Y ahora, tras mucho tiempo de insistencia, han conseguido que Elena, con la ayuda de un amigo que ha visto en ella la magia, haya empezado a grabarlas. Aun le quedan muchas canciones guardadas en el cajón, mucha tinta por verter y emociones por compartir. Pero Diciembre es el inicio de algo.