¿ME BAJAS LA LUNA?

Ayer mi hija se enfadó porque quería coger la Luna y no podía. Se enfadó de verdad. Y claro, yo intentaba explicarle que es que está demasiado lejos y que no se puede coger. Pero en ese momento me hubiera encantado descolgarla y dársela para que jugara como si fuera un balón. Hace lo mismo con los cuentos, intenta agarrarlos dibujos, sobre todo si son biberones o chupetes, o acariciar a los perros, y se cabrea cuando ve que no puede.

El otro día me contó una amiga que su hija, de 8 años, le dijo muy seria: “Mamá, ¿Para qué sirven los hombres!” (con esto una feminista se hubiera puesto las botas). “¿Cómo?”, contestó ella. “¿Para qué sirven los hombres?”. Y se explicó. “Si son las mujeres las que se quedan embarazadas y tienen a los hijos, lo hombres no sirven para nada”. Entonces mi amiga le explicó lo de la celulita de papá y la celulita de mamá (lo de cómo se juntan creo que lo dejó para más adelante). La niña, con toda su inteligencia y su buena fe, preguntaba desde el punto de vista práctico, le preocupaba la supervivencia de la especie humana, nada más.

Y mi vecinita, el otro día lanzaba un helicóptero de juguete al aire, que caía desplomado al momento para estrellarse contra el suelo. Una y otra vez. Una y otra vez. “¡No funciona!”. Tenía razón. Los helicópteros vuelan, y el suyo no volaba. “Está estropeado”. Y ella convencida. Supongo que el helicóptero acabó hecho pedazos, pero es lo que tiene ser un helicóptero y no volar. O ser la Luna y no dejar que te acaricien.

Lo de que los niños te hacen ver cosas que nunca hubieras visto o hacerte preguntas que nunca te hubieras hecho es un tópico muy manido. Pero es tan real como las letras que estoy picando a marchas forzadas. Dentro de un rato mi pequeña entrará por la puerta, me pedirá una galleta aunque sean las 9 y querrá ir al parque aunque sea la hora de cenar. Y yo tendré que decirle: No, no, no. ¿Por qué? Pues no sé, hija, pero no.

EL BARRIO DE MANUELA


El otro día me encargaron un texto sobre Madrid. De lo que yo quisiera. Como no tenía tiempo cogí lo que tengo más a mano, un lío maravilloso de abuelos, niños y borrachos llamado Malasaña.

MADRID I ELS SEUS RACONS II

Si buscas un lugar en Madrid en el que valga la pena perderse para no volver a encontrarse jamás, tienes que ir al barrio de Malasaña, oficialmente conocido como “el barrio de las Maravillas”, una mezcla singular de nuevo y viejo, de vicio, lujuria y castidad, de luz y de mucha oscuridad. Un barrio de esos que solo existen en las grandes ciudades.

En Malasaña (que podría traducirse como “crueldad intolerable”) hay esparcidos un montón de rincones únicos. Solo tienes que entrar en el barrio y estar atento. Solo tienes que fijarte en cada pared, en cada tiendecita, en cada zapato de cada tiendecita. Y paseando paseando llegarás al corazón del barrio, la plaza Dos de Mayo, un lío de abuelos, niños, borrachos y perros en el que el tiempo pasa muy despacio porque no quiere perderse.

Malasaña huele a rancio, a antiguo. Por las noche huele a pis y a cerveza, pero cuando sale el sol uno se da cuenta que cada baldosa ha soportado y aun soporta el peso de muchas vidas, empezando por la de la chica de la que heredó el nombre -Manuela Malasaña Oñoro era una joven costurera que asesinaron las tropas napoleónicas durante la represión posterior al levantamiento del 2 de mayo por llevar encima sus tijeras, (es que decían que iba armada)-.

Aunque si por algo se conoce a Malasaña es porque se convirtió en el centro neurálgico de la Movida de los 70 y 80. De esa época aun se conservan dos mitos: La Via Láctea y el Penta, ese pub polvoriento que sirvió de inspiración a Antonio Vega para cantarle a su chica de ayer. Pero estos espacios no son los únicos que esconden recuerdos del barrio. La Gata Flora o el Café Pepe Botella también podrían decir muchas cosas si sus paredes se pusieran a hablar un buen día. Solo habría que intentarlo. Pero entonces el barrio de la crueldad intolerable perdería una parte del encanto que desborda, y eso no lo podemos permitir.

PEDAZOS

La otra noche acabé en un local de música en directo. Me encantan esos lugares. Huelen a humo y a quicos, a humedad, a madera. Te sientas, te pides una copa, te enciendes un cigarro lentamente (si fumas) y echas a volar.

Cuando el que canta está a dos metros de ti, no puedes dejar de escuchar. Tienes que mirarle, porque tienes que escucharle, y entonces, si te fijas muy bien, eres capaz de adivinar las perfecciones e imperfecciones de su ser. Él canta y, mientras tú paseas por los lugares a los que te lleva, puedes ver cómo se le hincha la vena del cuello, cómo aporrea o acaricia la guitarra o cómo descienden dos gotitas de sudor por el lado izquierdo de su frente.

La otra noche había un tipo que, al tocar, desprendía tanta energía que acabé agotada. Mirarle cansaba mucho. Pero él, al acabar, cogió su guitarra y se marchó como si nada. Yo creo que no se dio cuenta de que se había dejado la voz y los dedos en el taburete. Pero no le dije nada. Supongo que los dejó allí para la próxima vez que tocara.

Es bueno ver a alguien que lo da todo. Uno no puede salir a tocar y marcharse como ha venido, entero. Uno debe dejar algunos trozos de sí mismo por allí por donde pasa o allí donde le dejan expresarse. Yo misma me estoy dejando un tercera parte del lóbulo derecho al escribir este textito. Y este tipo se dejó media vida en el bar Pipiolo el sábado por la noche.

*He encontrado esta pintura preciosa en Internet. El que la hizo tenía tres arrugas nuevas cuando la acabó, pero también le valió la pena.