UNA MUJER CON FORMA DE ÁRBOL

Anoche estuve de excursión. Visité un lugar que ya no existe. La casita de la puerta azul vomita cemento por sus tres agujeros. Ya no puede respirar. La han dejado en coma. Está tapiada, sellada. Convertida en una piedra. Pero late por debajo. Tras el cemento gris solo oscuridad y un montón de recuerdos. “En paz descanse”, han escrito en la puerta.

Ella ya no habla, y un poquito más allá, en un rincón, se amontonan algunos enseres. Una bombona, un carrito del súper, una silla. Naturalezas muertas.

Hago una foto y al abrirla en mi teléfono, veo un arbolito que ha posado para mí. Frente a todas esas cosas el arbolito parece una persona, más concretamente una mujer. Una mujer morena de larga melena. Está erguido, tieso, hermoso. Tiene una copa pequeña pero frondosa, de un verde muy verde. Reclama protagonismo.

En el rincón más olvidado de la colonia, crece un arbolito muy humano. Rodeado de casas mudas, él ya es el único que se atreve a decir algo.

LOLITA

La primera vez que abrí Lolita tenía poco más de 20 años. Lo cogí al azar, por aburrimiento. Era el penúltimo de una colección de cuarenta libros blancos que adornaban mi estantería blanca. Detrás de él, el número 40, era El viejo y el mar, de Hemingway. Pasaba muchas horas sola lejos de casa y buscaba algo que llenase mi tiempo. Necesitaba ocupar mis horas y mi cabeza. Y escogí Lolita por el nombre. Me pareció precioso que alguien le hubiera puesto un nombre tan bonito a un libro. ¿Lo querría el autor como a una hija? Puede que más, porque lo que hizo con esa historia solo puede nacer de algo instintivo, visceral.

Lolita es de verdad. Es esencial. Es un baile para la lengua y el paladar. Un masaje para el cerebro.

Lolita es la novela con la que empecé a soñar hacia adentro. El libro que me hizo amar la literatura.

Buscaba llenar las horas y encontré una historia que las hizo rebosar.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos fue siempre Lolita.”

DEBAJO DE MI VENTANA

Vivo en un primero. La ventana de mi dormitorio da a una calle estrecha, alargada, menuda. Cuando me meto en la cama me duermo con retazos de vidas ajenas, con palabras sueltas pronunciadas a escasos metros de donde estoy tumbada. Antes de perderme en mi subconsciente, frases inconexas y emociones de todo tipo rompen el silencio que me invadirá en poco tiempo.


Voz de hombre: "¡Llama a tu abogado! ¡Llámale! ¡Que yo voy a llamar al mío! ¡Taxi!". Al poco, un frenazo, un portazo y el motor de un coche. Tacones que se alejan.

Tres voces jóvenes entonan una canción en italiano desde el final de la calle. Ópera. Son rítmicas, melódicas y estan perfectamente ensambladas. Me asomo. Absorta, en pijama, asisto a una actuación magnífica hasta que los vecinos les mandan callar.

Carcajadas sonoras en plena noche. Chicas que no pueden aguantar la risa. Se ríen de alguien. Han bebido de más. Las risas y la envidia desaparecen con ellas.

Alguien chuta una lata aplastada desde el fondo de la calle. Ni se imagina el estruendo que hace en plena madrugada. Tres minutos eternos. Desidia, vacío. Soledad.

Una chica triste que pasea. Camina, habla por teléfono y llora. Sus palabras son ininteligibles. Se aleja con su llanto.

Sonidos, palabras, pasos, golpes. La vida pasa por debajo de mi ventana mientras yo me alejo de ella. Hasta el día siguiente. Hasta la noche siguiente. De madrugada. Desde mi ventana.

LA PLAYA


Arena entre los dedos. Sal en el cuerpo. Escozor. En los ojos y en la piel. Un viento que no cesa, que trae las olas hacia adentro. Hasta los pies.

Algas que acarician. Conchas que se clavan.

De niño, grandes fortalezas de arena que se rompen con el tiempo.

De adulto, paseos por la orilla mirando al fondo, adentro, muy adentro. Al otro lado. Hasta el final.