Una niña muy pequeña llora y llora y llora en un vagón
repleto. Llora mucho. Llora mares, hacia fuera; llora un llanto grande,
abundante, inconsolable. Interminable. (Yo mientras lloro por dentro un llanto pequeño y encogido, arrugado). El suyo pasa por encima de todas las cabezas, traspasa
limpiamente los asientos y los oídos de una madre imperturbable. Es como si no
hubiera nadie. Sólo el llanto. Si lo quitamos, silencio. Ni siquiera las
respiraciones. Ni siquiera el aire. Ni siquiera una madre.
Solo el tiempo que no pasa.
La niña ha llorado tanto tanto que sus lágrimas ya no tienen
efecto. Puede que lleve horas llorando. Puede que lleve días, o meses. Quizá llora desde el
día que nació y aún no ha obtenido respuesta.
Un día dejará de llorar porque las lágrimas también se
acaban, como todo. Los ojos se le quedarán secos. El alma también. Entonces se
convertirá en una persona imperturbable, como su madre; en una persona de esas
que no lloran, o sea que no son personas, como su madre. Y cuando crezca dejará
llorar a su bebé hasta la extenuación y estará cometiendo un crimen, como su
madre, y criando a una futura criminal, como ella misma.
*Dibujo de Krlos Reyna