ESCRIBIR ENTRE LÍMITES

Mi profe de guión de cine dice que escribir entre límites es bonito. Cuando lo dijo estuve a punto de levantar la mano para contradecirle, pero no me atreví (cobarrrde). Además él estaba tan empeñado en convencernos de que escribir guiones es bonito que decirle lo contrario hubiera sido casi una falta de educación.

Escribir guiones no es bonito. Es interesante, reconfortante, espeluznante, radiante, acojonante. Brillante. Es un reto. Una manera de escribir diferente a todo que solo se llama escribir porque consiste en combinar letras y palabras. Pero bonito, lo que se dice bonito, no es. Encontré la definición perfecta en un libro: “escribir es la antiperformance del guión” o, lo que es lo mismo, el guión es la antiperformance de la escritura.

¿Sabéis que el guionista en realidad no escribe? Lo que hace es tramar, describir, narrar, que no es lo mismo. Construye un texto –en el sentido más arquitectónico de la palabra- repleto de acciones, porque sin acciones no hay vida y sin vida no hay película. Cuando hablo de acciones estoy teniendo en cuenta que el que no hace nada está haciendo algo, que es no hacer nada. ¿Me explico? Creo que sí. O sea que cada palabra que ponga el guionista en el papel tiene que tener una razón de ser –porque el espacio es tiempo y el tiempo es dinero-. Sino resulta que el guión es una mierda.

En estas clases se acabó la literatura, el andarse por las ramas y el hablar con metáforas. Aquí se habla con imágenes, con símbolos, con todo aquello que le puedas explicar a un ciego (esto también es de mi profe). Si hay algo que no le puedas explicar a un ciego, no sirve. ¡Qué difícil! ¡Y encima tienes que tener en cuenta la estructura! Con sus actos, secuencias y escenas, con sus puntos de giro y sus antagonistas, con sus líneas de desarrollo… Nunca pensé que esto iba a ser tan complicado.

Pero lo dicho, es complicado pero adictivo. No puedo dejar de ir a esas clases que comparto con dentistas, matemáticos, periodistas y publicistas. No puedo dejar de escribir los ejercicios que nos ponen cada semana pensando que, a lo mejor, serán leídos en alto y luego destripados por todos y cada uno de mis compañeros. No puedo dejar de ver las películas que nos mandan para que luego me expliquen cómo fueron pensadas y construidas.

Y pensar que los guionistas, seres superiores donde los haya, están tan abandonados de la mano de Dios…

(Para el que le interese, mis profes se llaman Pedro Loeb y Fermín Cabal y la escuela es la Factoría del Guión, en Madrid, un lugar donde lo único que tengo que objetar son las sillas y la ausencia de cojines).

UN AÑO LLENO DE COSAS

Ayer mi hija cumplió su primer año. Y mi amiga Jana me dijo: “Haz un repaso sobre este primer año, haz un artículo o algo así”. Me ha parecido una gran idea porque este año ha sido... diferente, sin duda. ¿Y qué mejor lugar para hacerlo que éste blog donde escribo lo que me nace cuando me nace? Ninguno. Pues ahí va.

Lejos de haber sido el año más radiantemente feliz de mi vida, el que va del 22 de abril de 1008 al 22 de abril de 2009, ha sido el más caótico, desordenado, eufórico, feliz, infeliz y sobre todo, cansado. Muy cansado. He aprendido muchas cosas y aun estoy averiguando otras. He aprendido, sobre todo, a sobrevivir durmiendo una media de cuatro o cinco horas por aquí y dos o tres por allá. A descansar a trozos, a despertarme sobresaltada a media noche y descubrir que los bebés no entienden de horas.

He descubierto que sufro más de la cuenta, que me angustio gratis y que mi cuerpo recibe esa angustia en forma de delgadez. He descubierto que, aunque no duermas, si alguien te despierta con una sonrisa limpia y nueva, el día empieza bien. He descubierto que eso que llaman depresión postparto existe. ¡Y tanto que existe! Y es que lo más maravilloso del mundo, que es tener un hijo, no puede venir solo acompañado de alegrías.

He descubierto que, como alguien me dijo hace muy poco, un hijo es un “multiplicador” de todo. O sea, que lo bueno es increíblemente estupendo y lo malo puede llegar a convertirse en la peor pesadilla. ¿Vale la pena? Sí, vale la pena. Vale la pena mirar unos ojitos que te escrutan hasta las entrañas y que solo revelan paz. Vale la pena reconocerte en un ser pequeñito y ver como cada día descubre cosas increíbles como por ejemplo el ruido que hace un papel de periódico al romperse o el sabor ácido de la naranja. Vale la pena ver como ese trocito de ti y de la que persona a la que quieres se remueve por casa como si explorara un país perdido. O la euforia que siente cuando te ve después de varias horas sin hacerlo.

Vale la pena verla dormir, sentir su respiración acompasada y taparla para que no pase frío. Vale la pena recibir su primer beso y, sobre todo, su primer abrazo. Vale la pena llevarla al parque y verla acumular piedrecitas minúsculas entre los dedos. Observarla mientras abre los cajones y descubre emocionada una caja llena de Tampax que irá sacando uno a uno como si se tratara de gemas preciosas.

Vale la pena mirarla, solo mirarla, y dejarla hacer. No decirle nada. Observar como esos deditos que distinguías en una ecografía ya cogen cosas y obedecen a la cabecita que tanto te costó expulsar. Supongo que es el milagro de la vida. Qué palabras tan grandes –milagro, vida- para una cosa tan pequeña. Igual que el dolor y el amor que puede llegar a provocar. Enormemente pequeño.

AGARRARSE A LA VIDA

En mi rellano vive una mujer que tiene 100 años más que mi hija, o sea, 101. A lado vive otra de casi 90 que tiene cáncer y está en fase terminal. Debajo tenemos a dos hermanas de 92 y 94 años que viven con dos perros gritones bastante mayores. Una de ellas se ha caído 8 veces en dos días (no me lo invento). Y hace poco me enteré de que ya hace años un chaval de 16 años murió de manera repentina en el baño de su casa, dos pisos más abajo.

Con este panorama no quiero eludir a la gente para que venga a visitarme. Simplemente me ha hecho pensar en el dolor que nos rodea sin ni siquiera darnos cuenta. Cómo, mientras yo leo, duermo o hago la comida, dos metros más abajo o en la pared de al lado, hay gente que intenta agarrarse a la vida con una determinación heroica. Cómo el tiempo consume y debilita hasta la extenuación sin dar tregua a un cuerpo enfermo que apenas puede levantarse y que, si lo hace, caerá golpeándose contra cualquier mueble.

La semana pasada mi vecina enferma de cáncer, inteligente y con un gran sentido del humor, se tomaba su tiempo para subir seis escalones. Estaba acompañada de su asistenta y supongo que ya amiga fiel, una chica cariñosa y sonriente que la ayuda desde hace años. Siempre están juntas. Ahora ya casi no se las ve y sí se ve que mi vecina recibe más visitas que nunca.

Hace tres días los perros de abajo empezaron a ladrar de madrugada. Lo hacían tan fuerte que nos despertaban continuamente. Enfadados, intentamos buscar una explicación y la respuesta que obtuvimos fue que los caninos se revelan contra cada enfermera que entra por la puerta para cuidar de su ama. Supongo que también se ponían nerviosos con cada caída. Entonces callamos. Que ladren. Ellos también sufren lo suyo.

La muerte se pasea por aquí fuera y es posible que llegue el día menos pensado. Arriba, abajo, a la izquierda o a la derecha, da igual. El dolor acecha mientras nosotros nos preocupamos de nuestras rutinas, esas a las que damos una importancia extrema. Solo cuando la Parca viene de visita somos capaces de adivinar cuales son las cosas que realmente importan, o sea, casi ninguna.

UNA MUJER FUERTE

Hace unos años tuve que hacer un perfil de alguien para un examen de radio. Elegí a mi abuela porque apenas la conocía. Y entonces la conocí. Es la historia de una mujer que asegura no haber pasado un solo día feliz en su vida. Ya murió, pero queda este escrito y una larga entrevista con su voz.

Se pasa el día sentada en su sofá. Ahora apenas puede caminar. Los años han calado muy hondo en su piel. Las arrugas son tan profundas que su cara se compone de trozos de carne que intentan soportar el peso de una vida que no le ha dado tregua. Tiene la cabeza echada hacia delante. Hace unos años que se quedó ciega y el oído también ha empezado a fallarle.

Sumergida en sus recuerdos rompe a pedazos un pañuelo de papel. Lo hace cuidadosamente, con una exactitud milimétrica. Puede estar así varios minutos, y cuando los trozos ya no pueden ser más pequeños, los amontona y los guarda en el bolsillo de su bata. Luego coge otro pañuelo y vuelve a hacer lo mismo. Por las noches guarda los trozos debajo de la almohada. Dice que lo hace por si se queda sin ninguno. Todavía le cuesta deshacerse de las costumbres causadas por la miseria.

Nació en 1917 en un pueblo perdido de la provincia de Badajoz, Azuaga, en la España más profunda y allí ha pasado toda su vida excepto los años que duró la guerra. Sorteando las balas de cañón ella, con 15 años, y su hermana caminaron hasta un pueblo de Ciudad Real, a casi 50 kilómetros de su casa. Allí las metieron en un tren y las llevaron a Albacete, donde trabajaron en casa de una familia hasta que acabó la guerra. Durante ese tiempo no pudo cuidar de sus 7 hermanos ni de su padre como siempre lo había hecho. Algunos se quedaron en el pueblo, otros estuvieron combatiendo.

Cuando regresó, Azuaga estaba tomada por los Nacionales. Al bajar del tren le comunicaron que su padre había muerto de una enfermedad mental pero ella nunca supo ni siquiera donde está enterrado. Ese no fue el primer golpe que le dio la vida. Su madre había muerto cuando ella era pequeña, dicen que de pena. Recuerda ya sin mostrar un mínimo de dolor que tres amigas suyas fueron asesinadas y que cuando los Nacionales fusilaban a alguien lo hacían en la puerta del Ayuntamiento y les obligaban a verlo.

La suya ha sido una vida difícil de imaginar, una de esas vidas que vemos en la películas. Pero a Concha nunca nadie le ha regalado nada. Nadie ha escrito sobre ella ni le han dedicado una canción.

Aprendió a leer sola, descifrando las cartas que sus hermanos le escribían desde el frente. Vio la televisión por primera vez cuando tenia 50 años. Ha trabajado siempre para cuidar a los suyos y cuando se le pregunta por el día mas feliz de su vida, responde: “Yo no recuerdo pasar días buenos. Todos eran malos. Bueno, algunos estuvieron mejor, pero así pasé toda la vida”.

Es una mujer fría, de hierro, con una coraza tan gruesa que ya no se puede traspasar. Contesta a mis preguntas sin inmutarse y, de vez en cuando, la demencia se lleva la poca lucidez que le queda.

EN EL METRO

Cada mañana cojo el metro cuando todavía es oscuro. Llego medio dormida, pero en el subsuelo el ritmo se acelera. La gente corre como si se le fuera la vida para alcanzar el metro, que no les hace caso y se escapa. Es que esperar durante dos minutos la llegada de uno nuevo es una de las peores tragedias matutinas que existen.

En el vagón suelo leer. Pero otra de mis ocupaciones favoritas es buscar ratas, que a esas horas abundan. Me explico. Mi padre tiene una teoría y me la explicó yendo en metro. Dice que si le colocas imaginariamente bigotes de rata a cualquier cara del vagón, te darás cuenta de que somos todos medio roedores. ¡Y tiene razón! ¿Lo habéis probado? Hay raras excepciones, casos extraños que ni con bigote ratil se convierte en ratón. Pero son muy pocos. Incluso yo, reflejada en el cristal, soy bastante ratuna.

Pero como he dicho antes de hablar de ratas, la lectura es mi ocupación principal. Creo que el metro por la mañana es la mejor sala de lectura que existe. La gente está medio dormida, todos callan y algunos incluso duermen, como si el asiento del vagón fuera una prolongación de la cama que han abandonado hace unos minutos. Mientras lees en el metro, te estás desplazando, física y mentalmente. Por eso creo que es más fácil meterse en la lectura si estás en un vagón que si estás en el sofá de casa, porque realmente estás viajando. De hecho conozco mucha gente que solo abre un libro cuando coge el metro.

En mitad de mi camino paso por Goya, una parada en la que siempre me entran ganas de bajar. Me encantó descubrir que las paredes del andén están cubiertas de algunos dibujos y grabados del pintor y siempre pienso en bajarme para verlos, pero nunca tengo tiempo porque siempre voy corriendo. Es la ley del metro y sus pasillos. Pero lo que más me gustaría que esa fuera mi parada de inicio, así podría recrearme en ellos sufro mientras la tragedia de esperar el metro dos minutos.

Mi viaje acaba rápido, he leído dos o tres páginas y en seguida me coloco los cascos para no salir sola del subsuelo. Estos días me acompaña Cathy Smith, una chica que cogió un bote de pastillas mientras el médico hacía la vista gorda (invertid dos minutos y cuarenta y cinco segundos de vuestra vida en escuchar esta canción, por favor. No es como esperar un metro nuevo).