LA CHICA DEL COLUMPIO

Abrigo largo, pantalón de pana y zapatos de niña pequeña. Lleva un moño muy grande despeinado y atravesado por un larguísimo palo de madera. Debe tener una melena muy larga, pero se la recoge de mala manera y se pone unos cascos gigantes que le sirven también de orejeras. Siempre va igual. Así vista, hace un poco de gracia. Se esconde entre sus ropas pero la belleza se le escapa por todas partes. Todavía no se ha dado cuenta. O quizás sí, pero se empeña en retenerla.

Debe tener 20 años, quizás alguno más. Llega todos los sábados al parque a eso de las 11, cuando aún no hay gente, y se sienta en un columpio. Siempre en el mismo. Entonces empieza a columpiarse muy fuerte, como si quisiera salir volando, forzando las cadenas poco acostumbradas a cuerpos adultos. A veces incluso cierra los ojos y llega muy muy alto.

Me encantaría saber qué música escucha, si es que es música. Sea lo que sea, debe ser algo raro. Tiene cara de leer mucho, de estar todo el día en otros mundos, de querer desaparecer, de no querer ser observada.

Se columpia entre media hora y una hora, sin parar, dependiendo de la gente que haya, empujándose enérgicamente con sus largas piernas. Abrigo para arriba, abrigo para abajo. Abrigo para arriba, abrigo para abajo. Y cuando acaba, hunde sus zapatos infantiles en la tierra, se baja y se va tranquilamente por donde ha venido sin mirar a nadie.

Un día, después de que se marchara, me subí al columpio. Había olvidado esa sensación. La había olvidado tanto que se me revolvió el estómago y la cabeza empezó a darme vueltas. Ya no estoy acostumbrada. Y quizás debería volver a acostumbrarme porque al cerrar los ojos, suspendida en el aire, tuve la sensación de estar volando. Como en los sueños pero de verdad.