LA PRIMERA SÍLABA

Uno de los pocos recuerdos que tengo de cuando era muy pequeña es el momento en que aprendí a leer o que tomé conciencia de lo que significaba. Otro es el de un colgante que tenía mi madre que era una bailarina y que yo me metía en la boca. Pero vayamos a la lectura. Yo estaba sentada en un banco del patio con la profesora, con un cuaderno lleno de letras delante de mí y, por primera vez en mi vida, uní dos letras y leí. En ese momento, además de iniciarme en la habilidad de trasladar las letras del papel hasta mi lengua, entendí muchas cosas. Y me hice un poco mayor.

Hay momentos en los que nos hacemos mayores de golpe. A veces crecemos, a veces decrecemos y la mayoría de las veces nos mantenemos ahí, en stand by, envejeciendo. El día que conseguí unir dos letras crecí mucho. No sé si al llegar a casa medía lo mismo o no, pero sí entendí que, a partir de entonces, podría ver algo más que dibujos en mis cuentos, descifraría la letra pequeña de los periódicos (aunque por entonces no me interesaban mucho) o que, en un futuro, leería las cartas de futuros amores.

Ese día llené una parte muy grande de mí. El resto lo he ido llenando después y aún estoy en ello. Pero hice un buen trabajo. Y aquella profesora anónima con bata que estaba a mi lado posiblemente no llegue a entender nunca la magnitud de su trabajo. Hoy me gustaría saber quién es. Sobre todo para darle las gracias. Pero también para saber algo más de la persona con la que viví un momento que sigue ahí, grabado, en los entresijos de mi cerebelo.