LA CROQUETA QUE SOBRÓ AL MEDIODÍA

En pocas ocasiones, a lo largo de mi vida, he conocido un objeto con mayor capacidad de viajar y cambiar de sitio con tanta rapidez y tan impunemente. Todo comenzó en casa de la suegra de una vecina, que se pasó en la confección del lote de croquetas para repartir entre sus seres más queridos (croquetas exquisitas, por cierto, del más puro estilo casero), pero ni eso fue suficiente para que una de ellas tuviese un triste final.

Un final que, en el fondo todos conocíamos de antemano, pero nos negábamos a aceptar esa cruel realidad. Iba a parar irremisiblemente al cubo de la basura (orgánica, por supuesto, ya que somos seres bien adiestrados por nuestros superiores).

Nuestra hipocresía nos obligaba una vez tras otra a afirmar “guárdala, ésta me la como yo por la noche” o “métela en la nevera que no se vaya a estropear”. El caso es que la pobre, en su minúsculo platito (hasta para eso fue cutre) navegaba de la mesa al poyete de la fregadera, de allí al estante más vacío del frigorífico y, como estorbaba siempre, allí donde estuviera, siempre se encontraba otro lugar para ella. Ahora la poníamos debajo de las alcachofas y encima de los pimientos resecos.

Como he dicho, todos sabíamos de antemano que ésa masa rebozadita no la iba a ingerir ni Dios, así que cerrando los ojos, el más atrevido y con menos escrúpulos de la familia abrió la tapa de la pouvelle y la dejó caer sutilmente exclamando: “Aygg, ¡qué lástima!”. Porque como todos sabéis, la nueva conciencia nos ha hecho dejar de ser consumidores estúpidos y estos incidentes hieren profundamente nuestra sensibilidad. Más aun sabiendo que mucha gente se muere de hambre. ¿O sí somos consumidores estúpidos y glotones?
Papá.