UNA MUJER FUERTE

Hace unos años tuve que hacer un perfil de alguien para un examen de radio. Elegí a mi abuela porque apenas la conocía. Y entonces la conocí. Es la historia de una mujer que asegura no haber pasado un solo día feliz en su vida. Ya murió, pero queda este escrito y una larga entrevista con su voz.

Se pasa el día sentada en su sofá. Ahora apenas puede caminar. Los años han calado muy hondo en su piel. Las arrugas son tan profundas que su cara se compone de trozos de carne que intentan soportar el peso de una vida que no le ha dado tregua. Tiene la cabeza echada hacia delante. Hace unos años que se quedó ciega y el oído también ha empezado a fallarle.

Sumergida en sus recuerdos rompe a pedazos un pañuelo de papel. Lo hace cuidadosamente, con una exactitud milimétrica. Puede estar así varios minutos, y cuando los trozos ya no pueden ser más pequeños, los amontona y los guarda en el bolsillo de su bata. Luego coge otro pañuelo y vuelve a hacer lo mismo. Por las noches guarda los trozos debajo de la almohada. Dice que lo hace por si se queda sin ninguno. Todavía le cuesta deshacerse de las costumbres causadas por la miseria.

Nació en 1917 en un pueblo perdido de la provincia de Badajoz, Azuaga, en la España más profunda y allí ha pasado toda su vida excepto los años que duró la guerra. Sorteando las balas de cañón ella, con 15 años, y su hermana caminaron hasta un pueblo de Ciudad Real, a casi 50 kilómetros de su casa. Allí las metieron en un tren y las llevaron a Albacete, donde trabajaron en casa de una familia hasta que acabó la guerra. Durante ese tiempo no pudo cuidar de sus 7 hermanos ni de su padre como siempre lo había hecho. Algunos se quedaron en el pueblo, otros estuvieron combatiendo.

Cuando regresó, Azuaga estaba tomada por los Nacionales. Al bajar del tren le comunicaron que su padre había muerto de una enfermedad mental pero ella nunca supo ni siquiera donde está enterrado. Ese no fue el primer golpe que le dio la vida. Su madre había muerto cuando ella era pequeña, dicen que de pena. Recuerda ya sin mostrar un mínimo de dolor que tres amigas suyas fueron asesinadas y que cuando los Nacionales fusilaban a alguien lo hacían en la puerta del Ayuntamiento y les obligaban a verlo.

La suya ha sido una vida difícil de imaginar, una de esas vidas que vemos en la películas. Pero a Concha nunca nadie le ha regalado nada. Nadie ha escrito sobre ella ni le han dedicado una canción.

Aprendió a leer sola, descifrando las cartas que sus hermanos le escribían desde el frente. Vio la televisión por primera vez cuando tenia 50 años. Ha trabajado siempre para cuidar a los suyos y cuando se le pregunta por el día mas feliz de su vida, responde: “Yo no recuerdo pasar días buenos. Todos eran malos. Bueno, algunos estuvieron mejor, pero así pasé toda la vida”.

Es una mujer fría, de hierro, con una coraza tan gruesa que ya no se puede traspasar. Contesta a mis preguntas sin inmutarse y, de vez en cuando, la demencia se lleva la poca lucidez que le queda.