PEQUEÑITAS

El otro día leí que Gala, la mujer de Dalí, medía poco más de metro cincuenta. Fue un descubrimiento sorprendente. Uno siempre se crea imágenes de los personajes sobre los que lee u oye hablar y en mi imaginario Gala era una mujer alta, elegante y fuerte. Pues resulta que era todo lo contrario. Menuda, frágil, enfermiza. Entonces empecé a pensar en pequeñas mujeres que han llegado a ser muy grandes. Y las hay a montones.

¿Sabéis que Edith Piaf medía 1,47 y que Shakira no pasa de 1,50? Son dos presencias pequeñitas que en el escenario se ven enormes. ¿Cómo lo hacen? ¿De dónde sacan la fuerza para aumentar de tamaño? En catalán hay un dicho que reza: “En pot petit bona confitura”, que querría decir algo así como “en bote pequeño buena mermelada”. Y en estos casos es más cierto que nunca.

Una vez entrevisté a Penélope Cruz por un película italiana por la que ganó unos cuantos premios. Y me enamoré de ella. Por su dulzura, por su belleza, por su naturalidad. Pero también por su tamaño. Penélope no es especialmente pequeña, pero tampoco es físicamente un portento (1,63). Llevaba un vestido negro encorsetado con la falda de campana y un lazo en el pelo. Parecía una princesa recién salida de su cuento, pequeñita pero muy brillante. Y a pesar de sacarle casi 10 centímetros, a su lado me sentí minúscula.

Mi ídola (no sé si existe la palabra) Frida Kahlo se quedó en 1,58. Además de bajita, ella también fue muy frágil toda su vida. La enfermedad y los accidentes la persiguieron desde que nació. Pero ahí la tienes, convertida en todo un icono de la pintura. La muy descarada llegó a ser más grande que el gigante de su marido, Diego Rivera, que ya es decir. A ellos les llamaban “el elefante y paloma” pero ahora ya podrían cambiar el mote y pasar a ser “la elefanta y el palomo” (en cuanto a tamaño artístico, claro).

Creo que si fuera un hombre me enamoraría de una mujer de tamaño pequeño (o de Angelina Jolie, ella sería la excepción que marca la regla). En general son activas y bastante resistentes, pero todo lo guardan en cuerpecitos de cristal. Tengo dos amigas minúsculas y las dos rebosan de energía. Debe ser que a las mujeres pequeñas no les cabe todo lo que llevan dentro y por eso lo tienen que sacar continuamente. Por eso se hacen ver y se hacen grandes, mucho más grandes que las grandes de verdad.

GWENDOLYN ROSENBUND

Gwendi salió de la nada y casi sin querer. Inicialmente era una niña gordita que habitaba un cuadro en la habitación de Gala cuando Gala todavía no había nacido. Llevaba vestido rosa y una diadema que acentuaba su cara redonda y colorada. Empezó a existir una noche en la que Elaine dormía en el diván de hierro negro de la habitación. Elaine no tenía sueño, sólo quería hablar e intentaba hacerlo con Claire y Marthe, que no le hacían mucho caso. Rodeando la habitación con la mirada, Elaine se dio cuenta de que Gwendi la observaba (te pongas donde te pongas, siempre te está mirando, como la Mona Lisa). Empezó a hablar con ella. Le puso nombre para poder dirigirse a ella y partir de ahí Gwendolyn Rosenbund se quedó para siempre con las tres.

Me explico. Esto que parece un cuento inventado es el nacimiento de un personaje que lleva con nosotras desde hace 3 o 4 años (tristemente no recuerdo la fecha exacta). No es que nos pongamos a hablar con el cuadro cada vez entramos en la habitación sino que decidimos convertir a Gwendi en el personaje protagonista de nuestros “cuentos a 3”.

Pocas noches después de la mencionada, sentadas en el sofá cerveza en mano, decidimos empezar a escribir una historia. Una de las tres empezaría la primera frase, otra la segunda, la tercera continuaría y así sucesivamente. Lo que nos salió fue un cuento que ninguna tenía en la cabeza antes de empezar, una historia compuesta por las ideas espontaneas de las tres. Lo llamamos Cuento de Septiembre y decidimos que cada mes escribiríamos uno con Gwendi como protagonista.

El caso es que lo único que mantiene Gwendi en todos los cuentos es el nombre. A lo mejor en septiembre es una lesbiana que trabaja en un vertedero y en octubre una niña que viaja al espacio para salvar a la humanidad. No hay reglas. En el cuento actual Gwendi, embarazada, vive con su hermana pequeña en el Ártico y, por cierto, me toca continuar. Como ahora vivimos en lugares diferentes escribimos los “cuentos a 3” vía mail. Lo malo de este sistema no presencial es que a veces la olvidamos y a lo mejor el cuento se queda parado una semana hasta que Claire, Elaine o Marthe se acuerdan de escribir la frase correspondiente.

La vorágine de nuestras vidas hace que a veces nos olvidemos de ella. Pero al final Gwendi siempre está. Y además nunca se enfada. Vive a través de nosotras y, en cierta manera, nosotras vivimos a través de ella.

VOLVER A CASA

Primero fue la entrada a la estación, lenta, casi silenciosa. Y al bajar de tren, el bullicio del andén. Maletas que se amontonan en la escalera mecánica, carritos que chocan, prisas por salir del subsuelo y ascender para ver la luz. Pero salgo de un túnel para meterme en otro. En el metro oigo a gente hablando en catalán. Ya estoy en casa. Un grupo de niños y tres monitores llenan el vagón de ruido y dos parejas se comen a besos mientras una chica sujeta un enorme plano enrollado como si su vida dependiera de él.

Salgo de Fontana. Las ruedas de mi maleta hacen un ruido molesto que apenas se percibe entre los claxons, las voces y dos perros que se ladran entre sí. En mi calle el solar de la esquina ya se ha convertido en el esqueleto de un edificio. Los adoquines se levantan, algunas persianas metálicas están bajadas. Pero Gracia rebosa de vida cuando llega la noche.

Entro en mi portal. El buzón está a punto de explotar (deberíamos vaciarlo más a menudo). El ascensor me deja en mi rellano y en seguida reconozco esa rallada enorme que hay en mi puerta marrón de pomo dorado. Clic, clic. Giro la llave y entro en mi cueva. ¡Qué oscuridad! ¡Qué olor a cerrado! Un osito de peluche en el suelo del comedor me recuerda que me he dejado algo en Madrid. Y la cama sin hacer hace que me acuerde de las prisas con las que salimos de casa la última vez. Como siempre.

Empiezo un fin de semana lleno de cosas que echo de menos. Lleno de Sol, de amigos y de familia. Lleno de las canciones que me recuerdan a Barcelona, las de Damien Rice, Edith Piaf y Antony and the Jhonsons.

Los niños del cole siguen igual. Comparten entre risas el odio por El Camino de Delibes, aquél libro que la profesora les hizo copiar por no haber leído. Mis hermanas siguen habitando la casita de puerta azul y maullidos de gatos endemoniados. Y en El Mediterráneo el tiempo sigue sin aparecer. Palom bebe whisky mirando al vacío. “Es que el vacío me subyuga”, dice. Y una vez en el escenario nos habla de Neruda y de Rubianes, de Sabina, de orgías y de borrachos. Quicos, humo y guitarras. Paraules d’amor, risas y Silvio.

Estuve con ellas, con ellos, conmigo. Dormí aquí y allí. Comí, leí, caminé. Me di cuenta de que cuando vuelves a casa tú eres diferente, pero ahí todo sigue como siempre. Y reconforta.