
El otro día me contó una amiga que su hija, de 8 años, le dijo muy seria: “Mamá, ¿Para qué sirven los hombres!” (con esto una feminista se hubiera puesto las botas). “¿Cómo?”, contestó ella. “¿Para qué sirven los hombres?”. Y se explicó. “Si son las mujeres las que se quedan embarazadas y tienen a los hijos, lo hombres no sirven para nada”. Entonces mi amiga le explicó lo de la celulita de papá y la celulita de mamá (lo de cómo se juntan creo que lo dejó para más adelante). La niña, con toda su inteligencia y su buena fe, preguntaba desde el punto de vista práctico, le preocupaba la supervivencia de la especie humana, nada más.
Y mi vecinita, el otro día lanzaba un helicóptero de juguete al aire, que caía desplomado al momento para estrellarse contra el suelo. Una y otra vez. Una y otra vez. “¡No funciona!”. Tenía razón. Los helicópteros vuelan, y el suyo no volaba. “Está estropeado”. Y ella convencida. Supongo que el helicóptero acabó hecho pedazos, pero es lo que tiene ser un helicóptero y no volar. O ser la Luna y no dejar que te acaricien.
Lo de que los niños te hacen ver cosas que nunca hubieras visto o hacerte preguntas que nunca te hubieras hecho es un tópico muy manido. Pero es tan real como las letras que estoy picando a marchas forzadas. Dentro de un rato mi pequeña entrará por la puerta, me pedirá una galleta aunque sean las 9 y querrá ir al parque aunque sea la hora de cenar. Y yo tendré que decirle: No, no, no. ¿Por qué? Pues no sé, hija, pero no.