PEDAZOS

La otra noche acabé en un local de música en directo. Me encantan esos lugares. Huelen a humo y a quicos, a humedad, a madera. Te sientas, te pides una copa, te enciendes un cigarro lentamente (si fumas) y echas a volar.

Cuando el que canta está a dos metros de ti, no puedes dejar de escuchar. Tienes que mirarle, porque tienes que escucharle, y entonces, si te fijas muy bien, eres capaz de adivinar las perfecciones e imperfecciones de su ser. Él canta y, mientras tú paseas por los lugares a los que te lleva, puedes ver cómo se le hincha la vena del cuello, cómo aporrea o acaricia la guitarra o cómo descienden dos gotitas de sudor por el lado izquierdo de su frente.

La otra noche había un tipo que, al tocar, desprendía tanta energía que acabé agotada. Mirarle cansaba mucho. Pero él, al acabar, cogió su guitarra y se marchó como si nada. Yo creo que no se dio cuenta de que se había dejado la voz y los dedos en el taburete. Pero no le dije nada. Supongo que los dejó allí para la próxima vez que tocara.

Es bueno ver a alguien que lo da todo. Uno no puede salir a tocar y marcharse como ha venido, entero. Uno debe dejar algunos trozos de sí mismo por allí por donde pasa o allí donde le dejan expresarse. Yo misma me estoy dejando un tercera parte del lóbulo derecho al escribir este textito. Y este tipo se dejó media vida en el bar Pipiolo el sábado por la noche.

*He encontrado esta pintura preciosa en Internet. El que la hizo tenía tres arrugas nuevas cuando la acabó, pero también le valió la pena.