LA CASA DE ARRIBA

En la casa de arriba el polvo se comía los muebles. La humedad arrasaba las paredes oscuras, sucias, gastadas. Las ventanas tenían que estar abiertas para poder respirar y dejar entrar la luz. Los cristales, picados por el tiempo, eran anchos como muros. La madera de los muebles había sido carcomida por un ejército de chinches. Colchones de espuma, cuadros ennegrecidos, libros y revistas marcados por los años. Olor a viejo, frío que se colaba por la ropa.

La casa de arriba era de la señora María. Las malas lenguas del barrio decían que se dedicaba a robar los bolsos a las vecinas. Un día murió, atropellada. Seguramente volvía corriendo con algún bolso nuevo. Como no tenía familia nadie pudo vaciar su casa, que se quedó tal y como ella la dejó. Además de abierta.

La casa de arriba se convirtió en el paraíso de cuatro niñas. Tania, Elena, Laura y Marta. Allí jugaban a ser mayores. Calzadas con viejos zapatos de tacón y con enormes bolsos colgando de sus escuálidos hombros, se paseaban por el pasillo con sus cochecitos imaginando que se encontraban en un parque o en el mercado. Allí dentro se peleaban, se montaban sus vidas imaginarias. Eran mamás de muñecos calvos con pañales de verdad. Les hacían la comida, se hacía de día y de noche a su antojo y las horas pasaban rápido.

La casa de arriba era el futuro soñado, el presente de ahora, con cunas, bebés, baños y papillas. La oscuridad se llenaba de vida y sonrisas, de ruido y carcajada. De sueños, de polos y pupas en las rodillas. Lo tétrico era fascinante, la muerte era vida. El futuro, presente. Y la niñez, solo un juego.