
La casa de arriba era de la señora María. Las malas lenguas del barrio decían que se dedicaba a robar los bolsos a las vecinas. Un día murió, atropellada. Seguramente volvía corriendo con algún bolso nuevo. Como no tenía familia nadie pudo vaciar su casa, que se quedó tal y como ella la dejó. Además de abierta.
La casa de arriba se convirtió en el paraíso de cuatro niñas. Tania, Elena, Laura y Marta. Allí jugaban a ser mayores. Calzadas con viejos zapatos de tacón y con enormes bolsos colgando de sus escuálidos hombros, se paseaban por el pasillo con sus cochecitos imaginando que se encontraban en un parque o en el mercado. Allí dentro se peleaban, se montaban sus vidas imaginarias. Eran mamás de muñecos calvos con pañales de verdad. Les hacían la comida, se hacía de día y de noche a su antojo y las horas pasaban rápido.
La casa de arriba era el futuro soñado, el presente de ahora, con cunas, bebés, baños y papillas. La oscuridad se llenaba de vida y sonrisas, de ruido y carcajada. De sueños, de polos y pupas en las rodillas. Lo tétrico era fascinante, la muerte era vida. El futuro, presente. Y la niñez, solo un juego.