Algunas tardes bajamos a la plaza. Cuando el sol empieza a
esconderse. Es el mejor momento. Todo el
mundo lo sabe.
Las sombras se alargan interminables sobre los adoquines. Si
hiciéramos una foto y elimináramos a todas las personas, solo quedarían sombras
estrechas haciendo aguas, moviéndose como si estuvieran en una pecera caliente
de piedra gris. Y sobre ellas, decenas –o cientos, o miles, o cientos de miles-
de pájaros cantarían histéricos como lo hacen todas las tardes, como si se
acabara el mundo. Aunque solo se acaba el día, nada más.
La luz se pelearía por colarse entre cualquier grieta y lo
lograría, al fin, haciéndose un hueco entre los edificios rojos repletos de
ventanas vacías.
Ayer bajamos con las princesas. Ella siempre lleva algún
juguete a los escalones del centro de la plaza. Siempre está soñando. Siempre quiere estar ahí,
acompañada de las sombras y de los rayos testarudos, del escándalo de los
trinos.
Y ayer junto a los trinos una marea de gente gritaba pidiendo
casa y trabajo. Llevaban flores y pancartas y gritaban y gritaban y gritaban.
Tanto gritaban que los pájaros se callaron y los rayos les iluminaron. Solo las
sombras de la plaza permanecieron flotando en su pecera, indiferentes, quietas,
ajenas.