LAS TOMATERAS DE PAPÁ

Mi padre se ha quedado sin trabajo y ha decidido dedicar su tiempo y su amor a plantar tomates. No tiene ni huerto ni jardín, solo un balcón alargado en una calle llena de ruido y humo. Pero las tomateras de mi padre son los seres más mimados de muchísimos kilómetros a la redonda. Hasta mi madre se ha puesto celosa (en serio).

Y es que mi padre no hace sólo eso de regarlas, hablarles, vigilar que no les dé mucho el sol... Mi padre las acaricia. Sí sí, les habla mientras las riega y luego las acaricia. Se preocupa tanto por ellas que incluso pone mala cara cuando la mano minúscula de su adorada nieta se acerca a un centímetro de ellas.

Las tomateras han hecho con él lo que nunca nadie había conseguido a día de hoy. Han conseguido que se meta en una biblioteca -acto totalmente inédito en él- y coja dos libros sobre horticultura. Eso sí, él dice que, como ya se imaginaba, no le sirven para nada, que no le desvelan los misterios que le rondan.

El otro día observando sus tomateras, se dio cuenta de que había una de ellas especialmente pequeña. No había crecido al mismo ritmo que el resto y eso le desconcertaba. Vio que estaba en una esquina, quizás demasiado arrinconada, así que, preocupado por la salud emocional del brote tomatoso, decidió acercarla a su familia.

Ahora estamos a la espera de ver cómo evoluciona porque las tomateras de papá nos estan enseñando muchas cosas. Una de ellas es que los tomates tienen sentimientos. La otra es que esa gran maceta es un microcosmos en el que se manifiestan los poderes de la familia.