
Más allá de las críticas al Opus y al fanatismo religioso, Camino emociona porque es como una luz, porque rebosa de vida a pesar de hablar de muerte. Porque a la niña lo que le importa es ese primer amor que el cáncer no le deja experimentar. De Camino, la película, me gustan muchas cosas. Muchas: Camino corriendo en camisón, de noche, por el cementerio; las flores creciendo rápido alrededor de sus pies de colegiala; sus ojos, su sonrisa en una boca llena de llagas, la amiga con aparatos, sus sueños indestructibles. Y no me gustan los pinchazos en la nuca, los corsés, las operaciones en primerísimo plano, el ángel custodio, el accidente.
Tengo un conocido que trabaja en la planta de oncología infantil de un hospital. Dice que hay niños que viven allí meses, años. Muchos se curan, pero otros tantos no, como Camino. Dice que es el mejor trabajo que ha hecho en su vida, que estar con esos niños cada día es una experiencia maravillosa. Hay un escritor y director de cine, Albert Espinosa, que estuvo enfermo de los 14 a los 24 años y venció cuatro cánceres. “El cáncer me quitó cosas materiales: una pierna, un pulmón, un trozo de hígado, pero me dio a conocer muchas otras cosas que jamás podría haber averiguado solo”. Él dirigió La Planta Cuarta, aquella película en la que Juan José Ballesta y otros amigos “pelones” –como él los llama por haber perdido el pelo debido a la quimioterapia- revoloteaban por los pasillos del hospital esparciendo su energía positiva por todos los rincones.
En fin, esta película es rica porque habla de contrarios: de niños y hospitales, del cáncer y del primer amor, de la inmensidad del mar y la claustrofobia de habitar un cuerpo enfermo, de sueños y pesadillas, de ángeles y del demonio, de vida en muerte y de muerte en vida. Así lo abarca todo.