
En Valencia también llovía muy fuerte, pero mojaba más, era una lluvia más líquida, mediterránea y casi siempre, acompañada de viento. En Murcia en cambio, a pesar de estar relativamente cerca del mar, el agua caía sin ganas, lenta, muy ligera, se iba volando con cualquier corriente de aire. Y encima, lo poco que caía solo servía para inundarlo todo. Barcelona es más variada. Allí llueve de todas las maneras, a veces parece se haya de acabar el mundo y otras ni siquiera moja y solo sirve para ensuciar los coches y limpiar las calles.
Hace tiempo me leí Memorias de África, allí llueve poco pero cuando lo hace es como un regalo del cielo. La autora dice que un dia de lluvia era "como volver al mar cuando has estado mucho tiempo lejos de él, como el abrazo de un amante". Qué bonito ¿no? Escaso, intenso. El caso es que cuando llueve todo se transforma.
Cuando llueve la gente se permite el capricho de quedarse un rato más entre las sábanas al sonar el despertador. Esos días, salir de la penumbra acogedora de la habitación duele más que cuando el sol entra por los agujeritos de la persinana. Además, se puede llegar tarde al trabajo y no ir a clase, porque llueve, porque hace frío, porque nos mojamos, porque hay mucho tráfico y porque lo mejor es quedarse en el sofá oyendo como las gotas golpean contra los cristales.
Me gusta la lluvia. Nunca uso paraguas, no tengo paraguas. Me gusta notar como las gotitas golpean mi capeza y se deslizan por mi frente o me entran en un ojo. Y llegar mojada a casa, quitarme la ropa fría y meterme debajo de más agua, en los chorros calentitos de la ducha.