Está dormida. Me abrazo a su cuerpo pequeño. Me salva de la
ansiedad, de la tristeza, de todo lo malo. Y ahí, entre las sábanas, se
acurruca la paz muy cerca de su pijama.
Siento su respiración calmada, su cuerpo torácico pequeñito
que se mueve, acompasado, en mitad de la noche; sus cabellos muy finos que me
hacen cosquillas en la cara. Los demonios no osan acercarse. Si ella está
conmigo no existen. Y si existen haré que echen a volar de un manotazo.
Está en el terreno de los sueños, muy lejos de la cama.
Quizá esté en el patio del colegio o en casa de los abuelos. Quizá esté
sobrevolando la ciudad dormida o hablando con algún unicornio perdido en mitad
de la nada. Quizá esté soñando conmigo, con que le hago dos trenzas, con la que
la abrazo, con que la beso, con que la quiero.
Eso último no lo sueña porque ella ya lo sabe. Y los sueños
son para soñar las cosas que no sabemos. Pero seguro que nota el calor de mi cuerpo ahora,
en este momento, esté donde esté. Quiero que lo guarde y que lo retenga fuerte,
escondido, bajo llave. Sólo para ella. Quiero que lo acumule para cuando le
llegue el primer frío de cuando nos hacemos mayores. Ese que atrae a los
demonios que ella aún no conoce.